Yénder Torres, de 12 años, y su hermano Luis Alberto, de 16, crecen entre plantaciones de tabaco y ya están convencidos de un futuro que borre el pasado.
Texto y fotografías: Salud Hernández-Mora
Esta crónica fue escrita para el periódico El Universal de Cartagena y publicada en el libro «Las Veredas del Salado vuelven a reir» en octubre de 2013.
ESPIRITANO (EL SALADO). Solo conoce la violencia que padeció su terruño por lo que le cuentan sus padres. Y entonces la imagina parecida a la de las películas que ve en la tienda de don Saba, desbordantes de sangre y puños, en las que los buenos siempre salen frescos y triunfantes. Por eso no le escuecen los dolorosos recuerdos de sus progenitores; para él no hay pasado que deje marcas, y el futuro pinta lindo.
Yénder Torres Salazar, 12 años, se dibuja de grande en una finca mayor que la de su papá, rebosante de tabaco, con buenos burros, una moto y una casa de material con una cama para él solo. Será una de sus conquistas más preciadas: cama con colchón y cobija, similar a las dos que ocupan sus papás y sus cuatro hermanos menores. A él le toca, como a su hermano mayor, dormir en una hamaca y es algo que no le gusta para nada. “Una cama para mí”, repite con una sonrisa.
El rancho de la familia de Yénder es el típico de las veredas de El Salado que viven del cultivo del tabaco: estructura grande, alta, abierta, con techo de palma sujeto con palos, piso de tierra y unos pedazos de cortina que dividen el dormitorio familiar del espacio que hace las veces de cocina, sala y secador de tabaco.
No hay baño, la cocina es de leña y el agua para tomar, guisar y lavar la recogen de un estanque cercano con poca corriente y aspecto insalubre. Algún programa gubernamental donó tanques para acopiar agua lluvia a todas las casas de la comunidad de Espiritano, esparcida en varios kilómetros, pero la tapadera plástica se la llevó la primera brisa y tampoco les entregaron el armazón de tablones de madera y techo de zinc para mantenerlo en alto. Por eso, los tanques están en el suelo, vacíos, esperando mejores tiempos.
“Llegaron unos señores de afuera, entregaron los tanques, armaron en una de las casas un modelo improvisado para mantenerlo en lo alto, le tomaron fotografías y nunca más volvieron”, se queja Donaldo Torres, pariente de los Torres Salazar.
Son viviendas amplias porque las utilizan para secar las hojas que recogen en cada cosecha, tradición que inunda la casa de insectos y causa gripa en los niños. Al ser meros quioscos, apenas unos palos y la techumbre, las levantan entre toda la comunidad en cuatro días y el costo mayor son los 20.000 pesos de los clavos.
Para hacer más agradable el hogar, Yénder, nombre que su mamá se inventó, armó tres sillas de madera. A quien no le alcanza, se sienta en el suelo. Y como le encantan los pájaros, tiene nueve “montañeros” y cuatro “tuseros” que cazó con una trampa y guarda en jaulas, algunas hechas por él mismo con alambres.
MAMÁS DE 12 AÑOS
La familia Torres Salazar se instaló en la vereda Espiritano, del corregimiento de El Salado, municipio del Carmen de Bolívar, cuando los echaron de El Bálsamo, otro caserío cercano. “Los papás de mi marido también andaban con la vaina de la violencia dando vueltas y al final se vinieron acá. Esta tierra es del papá del suegro mío y estaba desocupada”, explica Marta Salazar, treinta y ocho años, la mamá de Yénder. Alumbró a nueve hijos, cinco de los cuales viven con ella y su esposo.
“Donde nosotros estábamos era de un señor de El Salado. Al llegar los paracos se fue y eso quedó solo. Nos metimos y trabajamos la tierra diez años, pero el señor se murió y los hijos vendieron a unos cachacos. Nos dijeron: tienen que desocupar, ahora es de nosotros”.
Al ser propiedad del clan Torres la finca donde están instalados en la actualidad, aunque no tienen títulos que lo acrediten, confían en envejecer en ese lugar y tanto ellos como sus parientes andan haciendo las vueltas para que les registren a su nombre lo que siempre fue de todos ellos.
“Ahora estamos viviendo felices, tenemos una vida muy bonita, pero antes no. En los años de los paracos nos tocó dormir dentro del monte, no teníamos plata para aguantarnos en el pueblo. A la niña que tiene ahora 17 años la tuve que alumbrar en el monte. Era una pesadilla —rememora Marta—. Mi hijo mayor quiere ir a pagar servicio y yo le digo que no conoce la violencia, esos años fueron terribles, que mejor se quede acá”.
Su esposo, Luis Eduardo Torres, de su misma edad, conserva intactos sus recuerdos amargos. “Yo duré cuatro años en medio del conflicto, tiros hasta cuatro veces en el día. Vivía en el centro de los combates. Hoy en día no me lo resistiría, no sé cómo hice. Entra un grupo y ahí mismo me voy”.
A Yénder y las dos hermanas con las que más comparte, Elit Johana, 10 años, y Yuleidi, 7, les costó amañarse en su nuevo hogar porque estaban muy apegados a sus abuelos maternos y a varios de los 16 tíos con los que pasaban mucho tiempo cuando vivían en El Bálsamo. Pero poco a poco se fueron aclimatando y ahora se sienten bien.
Les gusta ir a la escuela, máxime desde que la Fundación Semana les regaló dos bicicletas y el trayecto les parece un juego. Pero los días de lluvia, por los barrizales que se forman en la trocha, deben cambiar las dos ruedas por el burro de su papá y si el animal anda trabajando con el progenitor, caminar una hora hasta la vereda Emperatriz, donde se halla el diminuto centro escolar. Consiste en dos chozas sin paredes y dos docentes que hacen lo imposible por enseñar al grupo de alumnos de entre 5 y 15 años. Los baños son el monte y el almuerzo lo sirven en una cabaña contigua.
“Yo siempre lucho por brindarles lo mejor, pero no hay las condiciones por mucho que uno le ponga ilusión y ganas —afirma Lidia Rodríguez, la profesora que cada día llega en moto desde el Carmen de Bolívar—. Creo que un niño de la zona rural tiene los mismos derechos que uno del centro urbano, pero con estas condiciones solo les damos una pincelada, una maquillada de formación, con la intención de que piensen más allá del machete y que las niñas no se embaracen, que tengan horizontes mayores”.
Hace unas semanas, una alumna de 12 años dejó la escuela para irse con un novio de 25; otras se fueron con hombres incluso mayores, como una de las hijas de Marta, que cuando también contaba 12 años de edad “se casó” con un señor de 38.
Las muchachas buscan quien les ofrezca un hogar cómodo y, en todo caso, la costumbre local, en especial los hombres, no ve mal que a partir de los 15 las adolescentes quieran formar su propia familia.
Yénder tiene otros proyectos, no piensa aún en chicas. “Las matemáticas es lo que más me gusta, y la religión”, dice. Su mamá querría que no se conformara con terminar la primaria e hiciera el bachillerato en El Carmen de Bolívar y luego una carrera, lo que no quisieron sus cuatro hijos mayores, pero la economía familiar no alcanza para costearle la estancia en el pueblo, y de todas maneras a Yénder le apasiona el campo. “Me gusta el monte, cultivar de todo, quiero trabajar la tierra”, asegura.
Y aunque por un azar del destino siguiera los deseos maternos, con la preparación que reciben y el nulo acceso a materiales pedagógicos o a la tecnología, resultaría milagroso que pasara un Icfes y entrara a una Universidad.
“DELE PALO”
Además de asistir a clase, Yénder tiene otras obligaciones. Una de sus favoritas es ir hasta la tienda de don Saba cada ocho días, si no va su hermano Luis Alberto, 16 años, para cargar el celular. Como no hay energía en la zona, el señor tiene una planta eléctrica y cobra 500 pesos por conectar los flechas, el modelo más extendido en la región. Es una hora de caminata, monte a través, que se ve recompensada por la oportunidad de sentarse delante de un televisor y pasar unas horas embelesado ante la pequeña pantalla, viendo cómo el protagonista de turno reparte puños y balas a mansalva porque todas las cintas son de acción.
Sus hermanas querrían sustituirlo de vez en cuando para ver la tele, pero la mamá no lo permite por temor a que algún desconocido con malas intenciones se tope con ellas en el monte. A falta de paramilitares y guerrilleros, el miedo son los abusadores sexuales. “El peligro es que un mayor de edad las engañe, porque a veces vienen de afuera y convidan a las niñas —comenta Marta—. Yo siempre le digo a Yénder: si ve a uno que se acerque a sus hermanas cuando van a la escuela, dele palo”.
El niño también ayuda a su papá y Luis Alberto a recoger la cosecha si no interrumpe sus clases, y todos los hijos, salvo Diari Luz, de un año, y Joiner Enrique, de tres, deben ensartar las hojas de las matas de tabaco tras cada colecta, para ponerlas a secar colgadas de palos que atraviesan en la vivienda.
La cosecha va de agosto a diciembre, recogen hojas cada ocho días, las secan durante dos semanas y las venden en El Carmen. Los Torres Salazar tienen dos sembrados a los que sacan 1.040.000 pesos cada uno de los cinco meses en que hay tabaco. De ahí descuentan los plaguicidas y otros gastos, y estiran lo más que pueden las famélicas ganancias para los tiempos en que las matas están creciendo. “Cuando uno viene a recibir, ya es para pagar”, cuenta Marta, porque viven en buena parte de fiado y, sobre todo, de lo que producen ellos mismos.
El desayuno de la familia Torres Salazar consiste en yuca cocida de su cultivo y suero que la mamá prepara con la leche que Luis Alberto recoge cada mañana en casa de su abuelo, el único que tiene una vaca. El muchacho emplea una hora en esa tarea entre ida y vuelta a pie. El almuerzo suele ser sopa con plátano y, en temporada de cosecha, al arroz le añaden espagueti; por las noches son frijoles de su huerta y arroz. En ocasiones, los varones de la casa cazan venado con la escopeta artesanal del papá o matan alguna de las gallinas, cabras y cerdos que crían, animales que venden cuando necesitan efectivo y no les fían.
Le pregunto a Marta si no debió tener menos retoños, porque alimentar tantas bocas, trabajar desde el amanecer hasta la noche, ayudarles a labrarse un futuro mejor, parece misión imposible con tantas carencias y unas tradiciones que alimentan la rueda de la miseria. “Sí, es una locura, me casé de 13 años y tuve el primero de 15, no quisiera que mis hijas siguieran ese ejemplo, pero luego uno está feliz con sus hijos, con la familia”.
Para paliar el cúmulo de carencias, la Fundación Semana, que lleva cuatro años en el poblado de El Salado, ampliará a veredas como Espiritano, de la mano de Ayuda en Acción, proyectos de desarrollo ajustados a la idiosincrasia y las características locales.
Esta crónica fue escrita para el periódico El Universal de Cartagena y publicada en el libro «Las Veredas del Salado vuelven a reir» en octubre de 2013.