Testimonio Dolores una mujer que nunca baja los brazos y que se convierte en un ejemplo de esperanza.
Ahí estaba yo confundida, abría y cerraba los ojos sin entender muy bien qué estaba pasando. El dolor intenso que sentí al intentar moverme me hizo recordar la terrible noche de la que estaba despertando. Eran las 6:00 de la mañana de un día que solo me trae recuerdos tristes. Entre la dureza del asfalto y las lágrimas de mi hija, quien llegó a mi rescate, veía cómo mi pasado y presente se esfumaban.
Antes de ese suceso, era una mujer independiente, día a día trabajaba vendiendo chatarra y aunque era una labor pesada, era mi felicidad. Tenía el dinero para cubrir las necesidades de mi familia, incluso generaba trabajo. Con don Ángel, mi fiel conductor, nos íbamos en busca de aquello que para muchos no representaba nada, pero para nosotros lo era todo.
Partíamos con ilusión a las 4:00 de la mañana y, aunque tarde, regresábamos felices luego de terminar la jornada. Llegábamos con el carrito lleno de chatarra que vendíamos aquí, en Ipiales. Ángel sobrevivió a ese nefasto día. Pero este año el coronavirus se lo llevó, allá en el cielo seguirá acompañando firmemente a todos los que nos cruzamos en su camino.
Esa tarde lobos disfrazados de ovejas nos engañaron con una supuesta venta de cobre y bronce. Nos golpearon hasta dejarnos inconscientes. Nos robaron el carro, el producido y la plata que me habían prestado. El peso de esos recuerdos a veces me acompaña.
Fueron tres meses de depresión, miedo y llanto. En tan solo unas horas había perdido mi patrimonio. Tenía deudas y mis 5 hijos menores enfrentaban la rudeza del hambre. No tenía qué darles de comer. Las niñas iban al colegio y con la merienda que les daban allá pasaban el día.
Cuando llegaban, me partía el corazón verlas sacar del bolsillo un pedazo de tortilla, la guardaban porque sabían que yo no comía; entre lágrimas les decía que no debían hacer eso, que yo era fuerte y que solo quería verlas crecer sanas.
Estuve hospitalizada dos días por los golpes que recibí, cuando me miré al espejo vi un monstruo irreconocible; mi angustia por estar en casa cuidando de mis hijos era más fuerte, así que decidí abandonar ese frío lugar e ir a mi hogar. Sufría por todos, en especial por Alvarito quien siempre ha estado conmigo, nunca he tenido el corazón para dejarlo solito. Él es un niño con síndrome de Down y sufre de epilepsia. Con frecuencia convulsiona. Para mí era imposible pasar una noche más al cuidado de otros, descuidando de los míos.

Yo di vida y ellos me permitieron renacer
Hay una escena que no olvido. La de mis niñas alimentando a su propia madre aun con dolores por la golpiza. Eso fue el motor para que le dijera sí a la invitación de mi amiga y empezara de nuevo desde cero. No voy a mentir. Al principio fue muy doloroso para mí. Jamás había contemplado ser recicladora. Yo vendía chatarra y era una labor muy diferente. Sin embargo, el destino me jugó una mala pasada y ahí estaba agachada, abriendo bolsas y mezclando mis lágrimas con la suciedad de las personas.
Empezar fue muy difícil. Me escondía porque me avergonzaba y me derrumbaba estar bajo miradas despectivas llenas de juicios como si yo hubiera buscado perder todo. Le huía al sol silencioso que no solo me agotaba, también debilitaba las bolsas y alborotaba los olores. ¡Qué días tan grises, qué desconsuelo!
Por muchos meses la pena no era la única que me acompañaba. Alvarito siempre estaba conmigo, era imposible dejarlo solo en casa y las niñas mi sombra, siempre atentas, siempre ayudando, siempre unidos. El amor de madre me motivó a levantarme de nuevo.
Ya llevo casi 6 años reciclando. Hoy ya muestro mi cara, estoy orgullosa de tener un trabajo. Aunque no me alcanza el dinero tengo fe de que algún día podré recuperar lo que perdí. Cuando me estaba sintiendo dueña y señora de mi rutina, llegó la pandemia y otro golpe a la economía familiar.
Antes de empezar la pandemia a las 6:00 a.m. iniciaba mi jornada, alistaba a las niñas, las llevaba al colegio y luego me quedaba reciclando. Al medio día corría hacia el colegio, las recogía y nos íbamos rumbo a casa. En casa preparaba la comida, cuidaba a Alvarito, lavaba ropa para ganar algo extra de dinero y guiaba a las niñas con sus tareas. En la noche salíamos a reciclar.
Ahora las cosas no son fáciles. Por la pandemia no puedo salir a rebuscar con la misma frecuencia. La gente ya no me pasa la lata, la botella o el cartón que les sobra, son más desconfiados al interactuar. Las niñas están estudiando desde la casa. Como no las puedo dejar solas ya no puedo aprovechar el tiempo que solía usar cuando estaban en el colegio. A la limitación de tiempo le debo sumar los gastos de la recarga del celular del abuelo. Él les presta el celular para que se turnen y puedan recibir y enviar las tareas.
. La noche se ha vuelto más peligrosa, salgo sola y por poco tiempo. Ante la falta de oportunidades no me derrumbo, sigo renaciendo desde las cenizas.
Una luz en el camino

Cada día trae su afán y Dios nunca me ha desamparado, las cosas buenas empezaron a pasar en diciembre cuando Ayuda en Acción me entregó un bono y pude mercar y asegurar los alimentos para todos en casa. Luego, otra sorpresa, empecé a asistir a capacitaciones donde aprendí sobre servicio al cliente y emprendimiento. Durante 5 sábados asistí de 7 a 4 p.m. en compañía de mi hija quien tomaba notas. Aunque no sé leer ni escribir sí sé la importancia de mejorar en mi trabajo.
Sigo reciclando y ahora estoy muy feliz porque se suma un carrito de reciclaje que también me entregaron. Ya no tengo que cargar todo el material en mi espalda. Hoy solo me pesa la tristeza de mi pérdida. Pero, así como desperté tirada en la carretera, hoy despierto convencida. Seguiré adelante y que soy un ave fénix dispuesta a trabajar día a día por mí y mis hijos.
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